miércoles, 21 de septiembre de 2016

Blanco

Rompía un lápiz al día
y llenaba varias páginas de su libreta negra.
Palabras, hasta en los márgenes de aquellas
hojas cuadriculadas
que guardaban lo que un día de lluvia
se prometió.

Escribía su vida
en minutos y horas,
incluso las palabras que pensaba
pero no decía.

Dibujaba los paisajes de su pequeña
ciudad
que contrastaban con sus extraordinarias
capitales favoritas.

Disfrutaba de la vida con esa libreta
llena de minas marcadas,
de formas de labios coloridos,
de garabatos de enfado.

Guardaba hasta el sexo,
los abrazos,
el primer beso que sucedió
a los otros tantos deseos
de soltarse la coleta.

Retratos de una vida de cambios
que explicaban cómo se había
peinado el alma.

Supo plasmar el viento,
el calor de una chimenea
y las olas del mar,
pero de esas que azotan contra
grandes rocas en acantilados.

Dedicó más de un página a las
grandes emociones:
el amor, la alegría, la risa,  las lágrimas
de felicidad.

Todo era grabado en ese pequeño compañero
de viaje,
así lo prometió en el momento que perdió
a su padre.

Con la lluvia sobre su cuerpo devastado, escribió:
<<Sé que nunca te olvidaste de mí,
yo tampoco lo haré de ti.>>
Y después de dejar caer esa hoja en el hoyo
de tierra empezó su particular
huida.

Olvidaría,
todo lo olvidaría como hizo él.

Y en letras bien marcadas y grandes
escribió la primera página:
Cuando creas que todo he olvidado,
que no sé quién soy,
ni sé hacer o deshacer,
léeme la libreta,
regálame la vida que en mis adentros
vivo
y en mis afueras
abandono.
Solo así habré ganado al olvido.

Hasta el último suspiro ganó,
 e incluso en su extinguida vida
 recordó  sonrió.


-Para todos los que (no) olvidan.